Apolonia Sanjuán ha resistido a varios intentos de deshaucio y planea abrir la casa para aquellos que necesiten una solución habitacional urgente.
Por Talita Isla
«Estoy haciendo lo que me pidió la dueña. Cuidar de la casa». Son palabras de Apolonia Sanjuán, la inquilina que vive en el número 3 de la casa de la calle del Cielo. Apolonia cuidó a su dueña, una anciana adinerada que falleció sin herederos en un geriátrico, y ahora se resiste a abandonar la mansión, en manos de un fondo buitre. La compañía quiere construir un bloque de apartamentos turísticos y un espacio de coworking en el solar, según fuentes de la compañía.
Apolonia recibe a dos redactores de El barrio enfundada en un batín cuando se cumple un mes de su entrada en la casa. Ha sufrido ya dos intentos de desahucio y un ataque que, según relata, denunció a la policía. «Nadie me hizo caso. Me dijeron: eres una okupa, no tienes derecho a estar aquí. Pero, ¿dónde voy a ir si no?». Para entrar, explica, no hizo falta ni siquiera forzar la puerta. «Estaba abierta. Las plantas del jardín se morían de sed. La casa pedía a gritos que alguien se instalara aquí», afirma.
Hasta hace un par de años, la calle del Cielo figuraba en los registros de patrimonio histórico del Ayuntamiento junto a una decena de edificios modernistas. La nueva planificación urbanística, aprobada para «dinamizar» el barrio, dejó sin protección a esos edificios. Eso permite a empresas comprarlos y, en su caso, derribarlos para construir obra nueva.
Apolonia muestra con orgullo los vitrales con escenas mitológicas en la planta baja de la casa. El edificio, construido en 1909, mantiene la mayor parte de los componentes originales de estuco y hierro en la fachada y los balcones. Perteneció a una familia que hizo fortuna con el comercio del algodón en América y luego fundó una gran fábrica textil en la comarca.
Viuda desde hace veinte años, Apolonia tiene una hija y dos nietas. Las niñas viven con su padre, que es fontanero y combina chapuzas por el barrio con contratos temporales en obras del barrio. Las niñas se quedan con su abuela las tardes en las que el padre no puede atenderlas y, después de merendar, trastean por la buhardilla y por el jardín hasta que se hace de noche. La casa es grande y hay espacio de sobra. «Pronto empezaré a acoger a otra gente. Al fin y al cabo, somos muchos en la misma situación», expone Apolonia.
Sobre la mesa del comedor está la carta de su primera candidata a inquilina. Llegó al buzón por casualidad, después de que Apolonia explicara a la asociación de vecinos del barrio sus planes para compartir la casa. La aspirante se llama Ivana. Trabaja de camarera de piso en un hotel y, según explica en la carta, pinta en sus ratos libres.
Apolonia sonríe al leer de nuevo la carta de Ivana. «Seguro que nos entendemos. Y luego está ese chico, Muturi. Repara aparatos por el barrio. Creo que también le diré que se venga. Cuanto más mejor, ¿no?», añade, mientras se ata el cinturón del batín con fuerza.